Hoy cumpliría ciento cinco años don Damián, mi abuelo materno, llegó hasta noventa y dos años, se sentaba, se pedorreaba y cantaba aquellas canciones de la época de la revolución mexicana. Se fumaba de aquellos puros que emborrachan y le gustaba el aguardiente (del más fuerte). Los últimos años de su vida estuvo ciego, una vez lo guié hasta una sesión espiritista. De pronto mi abuelo entró en transe y se presento el espíritu de mi difunta abuela que no me había conocido en vida y dijo que deseaba conocerme, estaba un poco asustado pero dejé que me condujeran hasta mi abuelo y escuché lo que mi abuela tenía que decirme. Luego vi a don Manuel Hernández –quien dirigía aquel centro espirita- entrar en transe y entonces se presentó el espíritu de el doctor Basilio C. de Gómez a dar consejos a los enfermos.
Por aquellos mismos años yo estudiaba la primaria y cursando tercer grado fui con la queja a mi abuelo que la maestra me había pegado, en realidad me pegaban constantemente las maestras porque yo chingaba mucho. Después de escucharme me dijo: “esperaté le voy a pedir a los buenos espíritus que le manden un castigo a esa vieja”. Yo era tan crédulo, y así como pasan las cosas a la seño Aura Marina le empezó una su gripe de aquellas matadoras, me puse contento y se lo fui a contar a don Damián, el me respondió: “ya viste que resulta”. A mis nueve años yo quede confiado que los buenos espíritus le habían mandado la gripe a mi maestra. La seño Aura Marina andará pasando los sesenta años y ni se imagina quien le mandó aquella su peste, ja, ja, ja.
Papámian había sido bien mujeriego de joven y aún ya viejo y ciego le andaba echando los perros a doña Ángela, la señora que lavaba la ropa en mi casa, a veces pienso que él creía que yo tenía más edad y me hablaba de todas esas cosas con las mujeres, de cómo conquistarlas. Fue escandaloso, peleonero, borracho, en fin alegre, pero cuando se trataba de orar e invocar a la virgen, a todos los santos y a los buenos espíritus era bastante serio, yo siempre lo vi orar cada noche de las que estuve con él.
De mi abuelo fue que empecé a escuchar de Sócrates, de Platón, de los filósofos romanos pero sobre todo de Allan Kardec, pertenecía la escuela Kardeciana que llegó a Guatemala allá por los años veinte del siglo pasado.
Revolucionario hasta los huevos, recordaba con odio a los liberacionistas y la forma en la que lo habían expulsado de la parcela que había obtenido durante el gobierno de Arbenz. Estuvo preso, fue soldado raso, y tenía un machetazo en la cara que le propinó un marido ofendido. ¡Qué vida tan alegre!
Una tarde lo fui a visitar, lo encontré muy enfermo, estaba bastante fatigado por sus dolencias, se sentó en la cama e hizo el esfuerzo de comerse un tayuyo y tomarse un poco de café amargo que mi mamá le había mandado. Como le encantara platicar, hablamos un par de horas y me fui, la noche siguiente murió. Lo enterré muy sereno, su muerte no me interesa sino los maravillosos años que de chico conviví con él.
Anécdota: siempre he creído que papámian me creía mayor, una vez me pidió que le cortara las uñas de los pies, me proporcionó una navaja afilada, él estaba ciego por supuesto y no advirtió que, como sucedió más tarde, yo junto con la uña habría de cortarle media yema del dedo gordo del pie derecho.